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viernes, 31 de enero de 2014

Fallece el filósofo Carlos París


Cuando recibí la llamada de Lidia avisándome de que Carlos estaba grave mi primera reacción fue la de asombro, de incredulidad. De hecho, fue lo primero que le dije a ella ¡qué sorpresa! Expresión que seguramente no haya sido la más adecuada, pero así fue.
Hacía unas tres semanas que habían estado en mi casa (cerca de Bustarviejo donde Carlos y Lidia tomaban sus vacaciones y ultimaban sus libros o comenzaban nuevos proyectos). Carlos como siempre estaba estupendo.

Carlos y yo nos conocimos en el año 1971 en un congreso internacional de filosofía en Alta Gracia, en la provincia argentina de Córdoba. Pocos años después nos encontramos en España al poco tiempo de que yo iniciara el exilio de mi país. Y a partir de entonces compartimos muchas cosas y sobre todo, cimentamos una amistad inquebrantable que se prolongaría durante cuatro décadas.

De ahí me reacción de sorpresa que, poco a poco, se fue tornando en sordo y contenido dolor. Sorpresa porque con Carlos me ocurría algo muy especial. Me parecía que estaría siempre. De hecho acabábamos de fijar un par de fechas. La presentación de su nuevo libro  - La época de la mentira- en mi centro de la UNED y otro encuentro con mis alumnos como el que habíamos tenido el verano pasado. A mí siempre me gustó favorecer que mis alumnos y mis amigos pudieran tener un contacto privilegiado y de primera mano con Carlos. En esa línea hicimos algunos viajes, desde Sonora en México hasta Piamonte en Italia.

Los que me conocen saben mi admiración y cariño por Carlos a quien tanto le debo y puedo decir sin ambages que en la época más triste de mi vida fue él la persona que más me ayudó y que gracias a lo cual pude salir adelante. Durante semanas, meses, nuestras charlas - en su casa de la calle Perón o en el Pajar (donde me invitaba a comer o a cenar) o en Casette (donde tomábamos café o una copa y nuestras charlas se extendían hasta las primeras horas de la madrugada) fueron imprescindibles para mí. Él –que también conocía el dolor y podía ponerse en mi lugar- sabía que todos estos momentos de confidencias compartidas nos unían de un modo indeleble.

Meses después conoció a Lidia. Asistí con enorme alegría a la recepción en su casa para comunicarnos la buena noticia de su relación. Lidia y yo congeniamos inmediatamente y a partir de ahí mi amistad con Carlos se vio aquilatada con el enorme valor añadido que significaba la mujer con la que compartiría los últimos 25 años. Toda una vida.

Nos deja uno de los filósofos más relevante de la España contemporánea. Y nos deja sin haberse retirado nunca. Es más, nos deja como Presidente del Ateneo de Madrid. Ilustre cargo que nadie le ha regalado - sino que por el contrario siempre ha tenido que disputarlo convenciendo a sus votantes con un proyecto avanzado e ilusionante y desde donde ha conseguido que esta prestigiosa Institución consiga una cada vez mayor proyección en consonancia con las cuestiones más importantes y apremiantes de nuestro entorno cultural y social. Sé que hasta último momento estuvo haciendo planes para cuando volviera a su despacho del Ateneo.

De su inmensa obra docente, filosófica y literaria no voy a hablar en esta ocasión. Hoy (casi sin poder ocultar mi pesar) solo he querido simplemente referirme a Carlos París, mi amigo, quien ha sido y es para mí un ejemplo a seguir. Un ejemplo de persona cabal y de auténtico filósofo que ha captado como nadie las claves fundamentales que definen cultural,  política y filosóficamente nuestra sociedad. Leer su obras principales nos permite de una manera inteligente y profunda tomar conciencia del mundo en el que vivimos y de la actitud a adoptar en la actual encrucijada.

Carlos sustentaba una perfecta combinación de honestidad intelectual y humana muy difícil de encontrar hoy en día. Ejemplo de coherencia personal y política. Generoso en la comunicación de su saber (está a punto de salir su último libro y ha estado escribiendo hasta último momento - como nos tenía acostumbrados).

Cercano y humano en el trato personal. Su único capital era su pensamiento penetrante y audaz y su gran capacidad de comunicación. En esta y otras facetas de su proyección pública, su figura se alza por mérito propio e, incluso, al margen de la propaganda mediática que cada vez resulta más habitual.

Su figura y su obra están destinados a adquirir cada vez más relieve y convertirse en patrimonio de todos. Andadura en la que Carlos París, como maestro de maestros, se sentía cómodo.

Como él mismo escribe,

La filosofía que profeso parte del grito, del lamento, de la encrespada protesta ante la injusticia del mundo que vivimos. Si Aristóteles afirmaba que la Filosofía nace de la admiración, yo diría que también mi filosofar parte de la admiración, pero no sólo de la que suscita la contemplación de los cielos, sino de la que brota ante el heroísmo de tantos hombres y mujeres que, incansables, dieron su vida, Luchando por el reino de la libertad y la hermandad universales. Y el pensamiento que se levanta, a partir del grito y de la admiración no quiere reducirse a contemplar el mundo, sino que aspira a contribuir a su radical transformación." 

Carlos nos acaba de dejar esta tarde.

¡Hasta siempre querido amigo y maestro! Te echaré de menos...


Carlos en mi casa de Navalafuente a principios de este mes.

jueves, 30 de enero de 2014

Carlos París define su filosofía


“La filosofía que profeso parte del grito, del lamento, de la encrespada protesta ante la injusticia del mundo que vivimos. Si Aristóteles afirmaba que la Filosofía nace de la admiración, yo diría que también mi filosofar parte de la admiración, pero no sólo de la que suscita la contemplación de los cielos, sino de la que brota ante el heroísmo de tantos hombres y mujeres que, incansables, dieron su vida, Luchando por el reino de la libertad y la hermandad universales. Y el pensamiento que se levanta, a partir del grito y de la admiración no quiere reducirse a contemplar el mundo, sino que aspira a contribuir a su radical transformación.”

Dios, religión y filosofía

Dada la polisemia del término “dios” existen muchas maneras de entender este vocablo.  
Vayamos por partes. Existe un significante “dios”, también un significado “la idea de Dios”, pero sin embargo no existe un referente a este significado que cierre el triángulo semiótico correspondiente. No es la única palabra de nuestro vocabulario con estas características (entre otros, el término “nada”, tampoco tiene referente pero sí significado).
Pero esto se da en el plano denotativo, en el connotativo no ocurre lo mismo. Aquí encontramos una gran variedad de referentes y también de significados para un mismo significante (una misma palabra).
Desde este punto de vista,  Dios puede tener un significado religioso, espiritual, esotérico, etc. Y otro metafísico. Aludo a los planos de la creencia (que incluye a la fe pero no se identifica con ella) por un lado y al de la razón por el otro.
En mi anterior intervención sobre la existencia de Dios me refería a la cuestión metafísica de Dios de una manera específicamente filosófica. A la creencia en Dios no me he referido, aunque al respecto comparto en buena medida las opiniones de Francisco (y no me refiero al obispo de Roma, sino a nuestro amigo y colaborador).
En cualquier caso, la cuestión psicosociológica de la creencia en un dios (o divinidad) o varios es algo que sigue muy vigente. De lo contrario ¿cómo podemos explicarnos el auge en nuestra época del esoterismo y de la multitud de propuestas del tipo new age? Esta tendencia está ocupando el terreno libre que ha dejado la religión tradicional (sobre todo el catolicismo) por razones obvias y ya expuestas por nuestros amigos Alex y Francisco.
De ahí que nos haga falta de una manera fundamental la Filosofía. Filosofía como actitud personal y filosofía con presencia en nuestra sociedad (en la educación, en la ética, en la política). La filosofía –camino totalmente divergente de espiritualismos esotéricos- nos hace libres y puede anticipar la gran utopía de la sociedad justa e igualitaria que todos deseamos.




lunes, 27 de enero de 2014

El amor no es lo contrario de la soledad


La existencia de Dios

Dios no necesita de nosotros para existir. Y esto tiene más sentido aún si tenemos en cuenta la tradición filosófica medieval y, en parte, moderna. Dios es el Ser Necesario diría Sto. Tomás de Aquino. A lo cual, con todos los respetos a todas las creencias, yo respondo:
- Sí, pero por más Dios que sea si nosotros simplemente negamos su existencia, Dios no existe "para nosotros".
Dios depende de nosotros (de cada uno) para "existir para nosotros". Una persona puede afirmar "Dios no existe" y lo que está claro es que para él Dios no existe. (La afirmación de la existencia de Dios funciona del mismo modo, y en esto hay que tener en cuenta a Kant que -según mi criterio- centra bastante esta cuestión, al menos desde el punto de vista filosófico).

martes, 21 de enero de 2014

Michel Onfray

Michel Onfray ha logrado algo que en estos tiempos se ve poco entre los filósofos, pensar para vivir y vivir acorde a cómo se piensa. En este punto reside la fuerza y el atractivo tanto de su obra como de su personalidad. Porque si cada uno de sus libros señala un tramo del camino a recorrer, sus actos nos muestran a un hombre que cumple con la palabra escrita, que con una fuerza extraordinaria avanza siguiendo la hoja de ruta, y esta es la mayor prueba, en realidad la única, que un filósofo puede dar de honestidad intelectual. Con Onfray se podrá o no estar de acuerdo, pero desde luego, es un ejemplo único de lo que la filosofía, cuando ésta se vive, cuando ésta se siente, es capaz de ofrecer. De hijo de campesinos a fundador de una Universidad Popular. No hay duda, testimonios como el de Michel Onfray son indispensables para que no se olvide el valor de la filosofía, para que ella pueda continuar una vida que ya tiene 2500 años.

(Extracto del artículo de GONZALO MUÑOZ BARALLOBRE, publicado en el número 21 de FILOSOFÍA HOY). 

miércoles, 15 de enero de 2014

Fatalidad y razón: la trama de un destino ineludible. (Por Óscar Gómez)


            El sentido que la fatalidad nos impone puede ser descrito como un irremediable curso de acción que nos vemos obligados a seguir o que ocurrirá independientemente de nosotros. Este destino ineludible atañe al universo en general y se puede apreciar en todas las clasificaciones socialmente predispuestas como pueden ser el mundo físico, psíquico o social, por eso dentro de un orden naturalizado, el individuo solo escaparía del fatalismo si rompe epistemológicamente con las categorías heredadas de pensamiento porque necesita pensar el mundo de manera diferente para no caer en la inevitabilidad de la acción. No obstante, las herramientas con las que cuenta un sujeto, que son de procedencia cultural, se mantienen predispuestas ya para el fatalismo al señalar de antemano los fines por los que guiarse. La naturaleza también requiere ser interpretada e impone necesidades que han de ser satisfechas de un modo u otro. Estas dos diferenciaciones básicas, lo natural y lo cultural -laderas de la misma montaña- imponen sus condiciones, lo cual explica la existencia de que culturas distintas estén determinadas por fines parecidos pero que a la vez se pueda advertir su diferencia. Por eso, para el mantenimiento del fatalismo y su entramado son necesarios  el dolor y  el miedo, ya que si se rompiera con ese camino marcado, se padecería el aislamiento social y la pérdida de la autosuficiencia. De ahí su relación con el pesimismo, de la creencia en la imposibilidad de encontrar una salida vital desde la perspectiva individual en un mundo colectivo, ya que pesa más la realidad que los sentimientos individuales que esa realidad suscita, con lo cual la vida pierde valor en favor de los elementos del orden naturalizado que conforma la realidad.  Se comprende por ello que  el fatalismo está íntimamente ligado con el concepto de  realidad. Ésta se concibe inmóvil o extraña, ajena, fuera de nuestra capacidad de acción. Por eso se vive la historia como algo pasivo o como una  especie de engranaje de una gran máquina que mueve el mundo y de la cual el ser humano es sólo una pieza que mueve o que es movida.  La lucha contra la fatalidad pone en juego  la posibilidad de existir más allá de la función social o de la generalidad, atribuyendo al concepto de poder una posición fundamental pues solo quien puede logra transformar  la realidad. Por eso, revolverse contra la realidad es visto como cosa de quijotes o de héroes. Los primeros han perdido la cordura, ven lo que no hay, confunden las cosas. Son objeto  de burla o compasión. Los segundos se mueven entre la fortaleza y la debilidad, ganan o son derrotados.  Son objeto de reverencia o de abandono. Ambos cuentan con las consecuencias que he expuesto más arriba, la posibilidad de la soledad y la posibilidad de la pobreza. Estas dos formas juntas pueden dar lugar a una situación de indigencia.

             Desde el punto de vista individual, el fatalismo se expresa mediante enunciados que acentúan las cosas inevitables que suceden en la vida. Frases como  <<¿Qué le vamos a hacer?>> ; <<la vida es así>> o <<así son las cosas>>, también con la recurrencia a conducir las experiencias al modo de ser normal y a explicar la propia conducta con las referencias narrativas ofrecidas por los medios de difusión cultural (por ejemplo, la crisis).  El mundo objetivo que causa dolor y su razón conectan de esa forma con el mundo subjetivo y su razón por el cual el individuo y el orden naturalizado se complementan. La fatalidad justifica en cierto sentido al individuo <<¿Qué va a hacer él si se ha encontrado este estado de cosas?>> <<¿Qué puede hacer él si carece de medios?>> Es necesario, por tanto, confianza en el orden porque el fatalista, al sentir la impotencia por su falta de medios y sus carencias como individuo, acaba relegado a la pasividad o a dejarse llevar (y es pasividad también la del agente que como sujeto del orden actúa como programado, es decir, adaptado a unas condiciones y aceptando unas reglas, afianzando el orden). El fatalismo convierte la realidad en una especie de sueño persuasivo,  doloroso y triste en la que sólo existe un posible desarrollo de los hechos. De ahí que el fatalista, mirando siempre en el presente centre su atención al futuro porque es el futuro que confía que se cumpla, como una profecía, el que confirmará su ineludible situación actual, su aquí y ahora. No es extraño la importancia que la suerte tiene para él, ya que esta cambia su situación dentro del entramado en el que se encuentra, es decir, cambia el estado de cosas, de manera que el <<así son las cosas>> puede cambiar su connotación valorativa. Pero sigue siendo fatalidad porque sigue sin participar en los hechos y las consecuencias de sus actos no son sino actos de fortuna.

            En fin, lo que encontramos es una relación del ser con el deber en la que hay un horizonte temporal al que debemos tender  en virtud de la realidad.  El individuo vive con miedo y con frases de resignación legitima el mundo asegurando el horizonte al que tiende. La crueldad de la realidad, su cumplimiento inexorable e inmediato, acaba por ser la verdad y toda verdad es determinante para la acción, aunque no para la vida, porque justifica las acciones que emprendemos como las únicas posibles. Al deducir de la realidad una única alternativa el fatalista concibe un mundo perfectamente hilado. De forma parecida a los antiguos, quienes creían en las Moiras o en la Providencia, hoy creemos en las Leyes  que son descubiertas por los científicos o elaboradas por los políticos. Las leyes son hoy el hilo con que tejemos el destino del orden. Pensemos que hasta la libertad  y la igualdad cuentan con leyes que las describen y  valoran. Para el individuo, el fatalismo es consecuencia de una elección fatal (que no es pensada como tal), de una elección que elimina otra y de la que ya no se puede volver atrás, una única elección que condiciona todas las demás y que <<toca vivir>>. De ahí, que cuando se abandona el fatalismo, rompiendo con su concepción del mundo,  lo que aparece es un horizonte de incertidumbre, ya que desconocemos muchas de las consecuencias de nuestros actos. El primer paso es el reconocimiento y el segundo la exploración. Es normal entonces errar porque caminamos por lo desconocido y nos falta experiencia. No faltará juez que sentencie que hay mucho trecho de la teoría a la práctica o que no es posible trasladar la poesía a las matemáticas. Aquí se pilla al fatalista –o al cínico que quiere imponer una fatalidad a los demás- pues su mundo es en realidad un conjunto de fuerzas ya predispuestas que lo construyen, fuerzas que pueden conocerse y usarse como se usan las matemáticas (así es la vida, el estado de las cosas), como unas condiciones de existencia que exigen solo un tipo de pensamiento. Este pensamiento describe su mundo como el verdadero y el válido. Necesita descubrir la trama que le envuelve, sus leyes y su lógica, sus disposiciones y sus relaciones porque desde una perspectiva objetivista la fatalidad es consecuencia de una trama que se impone como destino ineludible.